Cielo y cosquillas

Eran las doce de una cálida y soleada mañana del peculiar invierno malagueño. Ese día Marta quería cuidarse, quería disfrutar. Se lo merecía. 
Salió de su casa sin rumbo previo pensando que conforme paseaba decidiría qué hacer. Pasó por delante de aquella cafetería del barrio, de esas de toda la vida, con su maravillosa terraza y allí se sentó. "Póngame un sombra, cuando pueda" le pidió al camarero que la regentaba desde que ella tenía memoria. Y así, se perdió entre las páginas de un libro al que le tenía ganas desde hace tiempo. Tantas que sólo levantaba la vista para observar el cielo que la arropaba ese día; azul, sin nubes, cálido y tranquilo. Calma y paz. 
Una de las veces que interrumpió su lectura para contemplar aquel portentoso día, se percató de algo. Una mesa más para allá, había un hombre haciendo lo mismo. Un hombre que le llamó la atención. No era especialmente guapo pero lago de él le atraía. Él, levantó la mirada del libro y la miró. Una sonrisa breve y continuó su lectura. Ella intentó hacer lo mismo pero no podía evitar mirarlo. 
A los poco minutos, se dio cuenta de que él hacía lo mismo. Se miraban, se sonreían y cada vez las sonrisas decían más. Empezó a sentir calor. No sabía si era el sol, eran las sonrisas o el hormigueo que sentía cada vez que lo miraba. No entendía bien qué estaba pasando.
Ese día ella se creía fuerte, vital y atrevida. Tal vez más que nunca. Se levantó, cogió su libro y se acercó a la mesa de él. "¿Te importa que me siente?" le preguntó con una voz fuerte. Segura de si misma. Con un gesto amable y, de nuevo, una sonrisa, el hombre que estaba levantando en ella una excitación curiosidad muy peculiar, le dijo que se sentase. 
Tras una breve presentación de sus nombres, ambos continuaron fingiendo que leían leyendo. Ella no entendía nada. No sabía qué pasaba. No sabía que quería. Bueno, seamos francos, sabía lo que quería. Con cada mirada, con cada sonrisa, ella se excitaba más. No lo dudó ni un minuto, y aunque estaba sentada en la silla más cercana, se acercaba cada vez más hasta que sus piernas se rozaron. Y ella las rozaba intencionadamente. Él puso la mano en su rodilla y con los dedos jugó con el borde de la falda de Marta. Cada vez estaba más cachonda. Sus miradas se clavaron, intentando comunicarse con ellas. Ella pedía más, quería que su mano siguiese recorriendo su cuerpo. Él recorrió suave y dulcemente sus piernas una y otra vez. Cosquillas orgásmicas podríamos definirlas. 
Marta quería más. Se sentía deseada y le encantaba sentir que ella marcaba los ritmos. Separó ligeramente sus piernas. Necesitaba más. Necesitaba sentir sus dedos acariciando su coño. Él lo notó. Notó su calor, notó lo húmeda que estaba. Separó delicadamente sus bragas y comezó a rozar de forma sedosa su clítoris. Sus miradas no se apartaban en ningún momento. Estaban tan a gusto, tan cachondos, que no se preocupaban ni de estar en medio de un bar. 
El juego siguió, los dedos de él entraban y salían, jugaban, hacían círculos, abrazaban su coño de una forma tan plácida, tan exquisita, que Marta ya no podía más. Un orgasmo silencioso, una media sonrisa. Había alcanzado un nivel de placer y morbo desconocido para ella. 
Bajó su mano hasta la de él, la cogió separando los dos dedos que habían estado dentro de ella y los metió dentro de su boca. Los sacó lentamente, recorriendo sus labios, deslizándose por su cuello hasta llegar a su escote. Entonces, se levantó. Aún con su mano cogida, cogió su bolso, su libro y susurró a su odio; "un grato rato. Gracias por las cosquillas". 

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